viernes, 29 de octubre de 2010

Slow Food

Estaba aburrido en la facultad, teníamos hora libre (antes no había venido el profesor) y entre pasar la hora con el solano del parque o irme con mi amigo Carlos a escuchar una conferencia relacionada con una asignatura en la que no estoy matriculado, elegí lo segundo. No es que sea demasiado habitual, pero de vez en cuando me da el punto. Y no me suelo arrepentir.

Así que allí me presenté. La asignatura en la que se enmarcaba la charla era Ecosociología y en la clase había poco más de diez alumnos (cuando lo habitual en otras asignaturas es que se superen las setenta u ochenta personas). Se ve que eso de pensar y aprender sin réditos académicos (sin que te pongan un numerito en tu expediente) no va con demasiado con los estudiantes de hoy. Ni con nosotros, los de periodismo, que se supone deberíamos ser los primeros en interesarnos por las mayores amenazas y peligros que sobrevuelan nuestra sociedad.

En fin, a lo que vamos. Allí apareció un hombre con cara de bonachón y con una barba un tanto descuidada, como queriendo ir a contracorriente del guaperas actual. Desde que pronunció sus primeras palabras, comprendí que sería una de las horas que mejor invertiría en nuestra facultad, donde el soporífero contenido de algunas asignaturas y el soñoliento discurso de ciertos profesores nos hace incluso plantearnos si merece la pena abandonar desde tan temprano el calor de nuestro lecho. ¡Con lo buena que está la cama!

El hombre, cuyo nombre no conseguí captar (tampoco importa tanto) estuvo hablándonos de la importancia de mantener el comercio local y las variedades gastronómicas autóctonas en cada lugar. Y habló de gastronomía porque era lo que incumbía a la asociación que representaba, Slow Food, pero lo mismo podía haber dicho de las fiestas, el lenguaje y el patrimonio artístico, cultural y social en definitiva. De hecho, el acto de comer tiene mucho de festivo y con frecuencia encontramos en un buen plato de comida más cultura y más esencias de un lugar que en una guía turística o una postal.

En una vida llena de prisas y donde todo tiende a la uniformidad, es bueno que haya locos como éste. Y que aún nos recuerden que hubo un tiempo en que conocíamos al que nos vendía la leche, los huevos, las naranjas, la uva, la carne, el pescado, la lechuga, el pimiento... Sabíamos quién era, cómo producía y cuidaba su cosecha o sus animales y, a fin de cuentas, sabíamos qué comprábamos. Hoy día si sabemos qué compramos es por una etiqueta. Y la etiqueta, ya sabemos, es un trámite burocrático que el pequeño productor no puede pagar.

Tampoco pasó por alto el tema de los alimentos ecológicos, que se han convertido en un negocio un tanto oscuro. Por un lado, es demasiado caro consumir productos ecológicos (con etiquieta ecológica, mejor dicho) porque somos pocos quienes los consumimos y pocos quienes los producen. Por otro lado, hay productos cuyo carácter ecológico es más que dudoso y obtienen la etiqueta y otros que son más ecológicos (o naturales, o respetuosos con las formas de producción tradicionales de un lugar, llámenlo como quieran) no la obtienen. Son pequeñas producciones, de gran valor cualitativo para el consumidor -incluso con precios inferiores- pero de poco valor cuantitativo para el mercado y para el negocio burocrático de la concesión de etiquetas.

Aunque parezca paradójico, cada vez hay menos variedades de hortalizas y verduras (por ejemplo) y las que imponen los grandes mercados van sustituyendo las propias de cada sitio, con la consiguiente disminución de variedad gastronómica. Además, los suelos son aprovechados para cultivos cuya idoneidad sería más que discutible. Hoy día, la apertura de un McDonalds, un Burguer King, un Telepizza o cualquier otra cadena de Fast Food sigue siendo una panacea y motivo de exaltación de las masas. ¡Qué bien nos haría que se extendiera por el mundo esta filosofía del Slow Food!

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PD: Por suerte, en Chipiona aún seguimos disfrutando del placer que supone comprar directamente a la gente del campo o de la mar (aunque sea bajo cuerda y cada vez menos) y que te traigan unas buenas uvas, un buen pescado de corral o una buena docena de huevos de yemas coloraítas coloraítas. De esas de las que falta hasta cundi pá mojar.

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