lunes, 26 de julio de 2010

Perdónenme el atrevimiento

Verba volant, scripta manent, decían los latinos. ¡Y vaya si llevaban razón! Escribir sabiendo que lo que escribes es una huella imborrable, como una cicatriz que te va a acompañar para el resto de tu vida (para bien o para mal), lleva a que cualquiera con dos dedos de frente se plantee si escribir o no escribir. Al menos, si escribir o no escribir cosas verdaderamente importantes, de las que a uno le hierven la sangre y le corroen el alma.

Si reflexionas en voz alta y tienes una conversación mientras tomas una copa, de esas que sólo pueden hacerse en el sitio adecuado y con la persona adecuada, sanas tu alma. La renuevas. Te reconfortas. Y normalmente, adquieres conocimiento a la vez que lo entregas. Te abres de par en par y salen palabras y sentimientos a la vez que entran otros. Pero nada permanece. En cualquier caso, permanece en el recuerdo y el recuerdo es selectivo. Y caduco.

En cambio, escribir es jugar con la inmortalidad. Con lo divino. Y eso, para el humano siempre es peligroso. Porque los dioses saben lo que piensan y están seguros de ello. Y los humanos, débiles e ignorantes como somos, jamás estamos seguros de lo que pensamos. Y el que lo estuvo, te lo ves dando pasos atrás y desdiciéndose de lo dicho pasado un tiempo.

Nuestro pensamiento es fruto de un tiempo y un momento. Por eso, a veces, uno lee lo que escribió cierto día y no se reconoce del todo. Al menos, tiene claro que no escribiría eso ahora. Sin embargo, lo escrito pasa a la posteridad como un testamento firmado con nombre y apellidos.

Si lo pensamos fríamente, tal vez, lleguemos a la conclusión de que no vale la pena escribir. ¿Para qué? ¿Y si mañana no estoy de acuerdo con lo que he dicho hoy?

Pese a todo, yo hoy voy a decir que merece la pena escribir. Y entiéndanme, que lo digo hoy. Perdónenme el atrevimiento. Que lo mismo mañana voy y me arrepiento.

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